2 de octubre de 2011

LA HUÍDA


Termina agosto y, tras unos días de nubes y algún chaparrón, aquel domingo amanece soleado y cálido. No se dan prisa, disfrutan de la mañana, desayunan tranquilamente, se pierden por entre los puestos del mercado de época instalado a la sombra de los árboles de aquellos jardines ganados al mar. Y luego cruzan la carretera hacia los muelles, hasta la pequeña lancha roja y balnca que les ha de llevar hasta aquella playa a lo lejos, lengua de arena que se adentra en la bahía. Bajan, "ahí", dice ella. Y allí tienden toallas y cuerpos, y comen. Después un baño y de vuelta a la toalla. Y él se olvida del mar, hasta que ella le dice: "esto está subiendo muy rápido, ¿no?". Él no le da importancia, pero unos minutos más tarde la marea arrastra los yates a la orilla de la playa y el agua, que ha borrado la arena, amenaza con mojarles los pies y las toallas. Pero no, se mueven un poco más allá, un poco más arriba, al pie de las dunas. Pero no basta, unos minutos después, de nuevo, perseguidos por la marea, se trasladan más allá aún, hacia lo que aparenta ser una elevación segura: ya sólo se moverán de allí para recoger las toallas y volver a la ciudad. Han huido de la marea, pero no del sol, cuyos molestos efectos le acompañarán algunos días.

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