No había sido malo el día, hablando del tiempo, pero la tarde trajo negros nubarrones y la noche, finalmente la noche, trajo llovizna, lluvia y chaparrones. Y aunque es tomárselo como algo personal, cosa que sin duda no es, le parece que la lluvia, como una amante despechada, este año le está arruinando todas sus citas. Y la de esta noche era con espectáculo y falla y fuegos artificiales. Del primero nada sabe, aunque llegó puntual al lugar. De la segunda, sabe que durante una hora larga se mojó bajo la lluvia como él mismo hacía, y que cuando él cogió el autobús de vuelta a casa, ella se quedó allí, al borde de la noche, esperando. Sólo los terceros, los fuegos artificiales, pasada la medianoche tiñeron el cielo de color y estruendo. Y uno, que ya tiene sus años, sabe que esto no es otra cosa que lo que siempre fue: el típico verano del lugar. Pero dos metros más allá, alguien, dejándose caer sobre el asiento y con la voz politónica propia de los adolescentes, clama impotente que eso no se hace, ¡que un sábado de fuegos no llueve!
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